Además del número y nombre de cada carta, lo que realmente importa a la hora de su interpretación son las imágenes que en ella aparecen. El Tarot es un libro en el que apenas hay nada escrito y, sin embargo, todo está insinuado para que podamos proyectar en él, como en una pantalla, nuestras emociones y sentimientos, nuestros miedos y deseos, haciéndonos más conscientes de todo ello. En su escenografía surgen hombres y mujeres de pie o sentados, quietos o en movimiento. Sus vestidos, objetos y accesorios. Niños, jóvenes, adultos y ancianos. Animales: caballos, perros, leones, aves, cangrejos en estanques de agua. Árboles y plantas a modo de fértiles promesas. Torres, muros, figuras circulares, fuego celestial, astros; incluso ángeles andróginos e híbridos de hombre y de bestia. Toda una alegoría simbólica donde se aúnan y distinguen lo divino, lo humano, lo infrahumano y lo diabólico. Lo del cielo, lo terrestre y lo subterráneo, y también lo masculino, lo femenino y lo neutro. El encuentro entre luz y tinieblas. La razón y los instintos. Lo espiritual y lo material. En cada una de las cartas del Tarot aparecen una o varias de estas imágenes siempre alusivas a los impulsos y emociones que mueven nuestros actos en determinadas situaciones y circunstancias. Estas figuras, ya vayan solas o acompañadas en cada naipe, se diferencian bien entre sí para indicarnos cuál de ellas es la principal y quién protagoniza tal escena y tal otra en el drama de la propia vida.